Ejercicios de redacción

Era realmente un muchacho extraño y eran tantos los detalles excéntricos, que enumerarlos resulta una absoluta simplicidad: era extraña su manera de mirar porque un ojo quedaba congelado mientras el otro buscaba su órbita, era extraño su andar porque cojeaba diferente cada día, extraña era también su forma de hablar porque un cigarro a medias maceraban sus labios y embestía su vocabulario. Se le aparecían cientos de tics nerviosos que dominaban su pescuezo, junto con un meneadito en los hombros. Podría describirlo como una especie de raza o imitación de Michael Jackson descarnado del ritmo pop, más bien se parecía a un ¡PLOP!


Fue una fiesta maravillosa la de hoy. Llegaron casi todos los excónsules, acompañados de sus exsecretarios, que su vez invitaron a sus extrovertidas esposas, luciendo sus exagerados adornos pagados por estos exfuncionarios de la embajada. Exquisitos fueron los canapés y exuberantes las bebidas de cada región el mundo, servidas por un exiliado barman cubano traído exclusivamente de un puticlub del exterior. Antes de finalizar la noche, se presentó una banda extranjera para que los exdiplomáticos se atrevieran a bailar y lo hicieron sin excusas. Seguramente camino a sus cómodos aposentos se sintieron excomulgados al saber que ya no podrán acudir a este tipo de fiestas, por lo menos hasta que logren quitarle a su cargo el prefijo “ex”. - Los vamos a extrañar - dijo el dueño de casa, parado en la puerta, mientras los despedía.


Era un patio muy silencioso y sin embargo no se sentía vacío, pensaba Roger, el sordo mudo de la mansión, que había cuidado cada metro de la muralla que rodeaba el jardín. Le habían encargado la tarea desde muy pequeño, cuando sus padres lo abandonaron en el centro de este espiral en forma de misterio. La mansión le había sido heredada a la señorita Meridian, quien al casarse con el duque de Rosebud, se trasladó al castillo Par, legado por la dinastía Mum y donde se producían las mejores manzanas del país. Desde hacía mucho tiempo Roger no veía a sus amos y vivía en absoluta soledad sin entender mucho el porqué, pero a él no le pagaban por cuestionarse esos asuntos, simplemente debía cuidar el patio central del enredado misterio. Quizás él había muerto en ese lugar y al convertirse en fantasma había perdido la capacidad de oír. Pero los recuerdos eran tan vivaces que le resultaba una idea absurda pensar que su cuerpo era invisible a los demás, como invisibles eran los sonidos para sus oídos.


En el día de su decimosexto aniversario de matrimonio, dos cónyuges cuarentones se preparan para vivir una tranquila velada festiva. En el baño, Edith se peina y deja que sus manos acaricien su cuello, así se siente más deseable. Rodolfo ensaya distintas posturas de galante seductor mientras abotona su camisa. Una gota de loción refleja los aretes dorados de Edith, que se maquilla con rubor. Rodolfo echa gomina a su pelo y verifica la sujeción que promete el producto. Los dos se sienten a gusto. El reloj pulsera de Rodolfo ya tiene cuerda, al tiempo que unas medias se estiran hasta las rodillas de Edith, un peine se desliza hacia la nuca, un labial se aleja de la boca de ella y una botella de champaña, que se enfriaba desde temprano, explota de pasión en la parte alta del refrigerador. Al oírla, ambos salen presurosos de sus cuartos de baño y se topan en el pasillo. Están aún desarreglados y cerca de la cama matrimonial terminan de desarreglarse por completo.