miércoles, 4 de mayo de 2011

La fiesta del bigote

Se trataba de la fiesta del bigote, con peinados -demi sec- tipo gomina y asquerosos milicos bebiendo champán Dom Perignon. Un piano de cola en el porche les daba la bienvenida a estas bestias, haciéndolos sentir favoritos y privilegiados por alguna inconsciente deidad.
Aquella noche, el cuartel - ubicado en un barranco- era para estos “ilustres perspicaces”, sí; se trataba de una fiesta de perspicaces, insensatos y absurdos moralistas. Que fumaban cigarrillos marca “Nobleza”, porque no sabían donde más hallarla.
Tan absurda era aquella noche, aquellos peinados y el champán que los invitados saboreaban. Eran mas de cien los que asistieron a esta fiesta del bigote como respuesta de obediencia hacia su General, colocado en ese puesto por autoproclamación y un fraude electoral bochornoso, más que por virtud o merecimiento. El General había fundado la cofradía del pícaro más perspicaz.
Cerca de las diez de la noche el cuartel apestaba a banalidades y debates torpes acerca de un planeamiento social chimpancé, hablaban de la guerra del pueblo, -como si el pueblo no tuviera derecho de pelear- y de sus nuevas corrientes políticas que avalaban los planes de gobierno, como un séquito de simios desglosando el sistema algebraico alfanumérico – que no existía.
Se sentían a gusto, con una cuadrilla de servidores armados con gorras y metras, cuidando los límites del cuartel y con patrullas que, en lugar de andar cazando agitadores, sintonizaban música en sus radios, al tiempo que trucaban y retrucaban con naipes españoles. Estos servidores fueron galardonados con los desechos y desperdicios del banquete de la fiesta del bigote. Fumaban también “Nobleza”, pero la llamaban fasos, que compartían a secas en pitadas, mientras se contaban historias tontas -o mejor dicho, relatos perspicaces- de las decisiones políticas del último mes y de los fusilamientos del pasado martes en la Universidad, donde habían apresado a cientos de estudiantes movilizados por una protesta moralista, pero ellos cuidaban a los juristas del amoralismo.
- ¿Me escuchas Alberto? Le pregunté a mi espejo (mi nexo con el exterior). - Si, te copio Gerardo. – me respondió Alberto.
- Acá la cosa todavía está tranquila- le dije.
Utilizábamos unos wokitokis que habíamos traído desde Córdoba para este operativo y para los siguientes, de ser necesario.
Sabíamos de la fiesta del bigote porque el viejo del gordo Medina trabajaba en la cocina del cuartel y cocinaba para varias cúpulas militares. Se había ganado la confianza de un par de Sargentos cercanos al General y se enteraba de los movimientos de la élite, aunque muchas veces la información se divulgaba como despiste, -ellos sabían que los enemigos estaban en sus mismos pasillos, y desconfiaban hasta de las almohadas-.
Una noche el viejo del gordo Medina nos invitó a su casa, para brindar con una botella de sidra que se había llevado de la bodega del cuartel, según él por equivocación – todos nos reíamos del dato-. Esa misma noche también nos atragantamos con el puré de papas con mostaza al saber que, el viejo del gordo Medina, les colocaba laxantes en los platos de comida y que, casualmente, todos los baños del cuartel se encontraban cerrados con llave. Fue así, entre risas, que planeamos ejecutar este arriesgado plan, lo llamamos Plan A.
Bebimos demasiado y decidimos no hablar del Plan A hasta que supiéramos bien cuándo y cómo lo íbamos a hacer. Tampoco era recomendable envenenarnos la sangre de venganza, porque la cana andaba cerca de cualquier sospechoso y luego del asalto al banco, estaban cerca de la identidad del grupo y de quienes éramos sus miembros.
No sabíamos hasta que punto corríamos peligro y hasta donde nuestros movimientos revolucionarios eran acechados. Solo estábamos seguros que no había buchones entre nosotros, y eso alimentaba las posibilidades de ejecutar el Plan A.

Seguramente la idea de una fiesta con bigotes postizos, como elemento distintivo, podría partir de varias ideas: en referencia a Adolf Hitler, a quien admiraban, por analogía al socialismo Stalinista o quién sabe porqué. Pero como la ocurrencia no podía estar ausente en esta reunión de perspicaces, la mayoría de ellos llegó con bigotes de famosos, tipo Dalí, Chaplín (o el otro), Groucho Marx (No Stalin), Genghis Khan, Francisco Franco, Pancho Villa, Albert Einstein, Fu Manchu, Emiliano Zapata, otros tipo Cantinflas, como un Beatle, o como próceres y caudillos. Por estrategia, el mío cubría una gran parte de mi rostro, y era similar al de Nietzsche.
Dentro de la fiesta tenía dos compañeros disfrazados de milicos y aguardaban mi señal, en cuanto el General hubiera tomado varias copas de champán, buscaríamos la manera de persuadir a su guardia personal con una distracción planeada, que nos permitiría capturarlo y tomarlo como rehén, estaban inhabilitadas las tramoyas rescatistas: No había rescate que lo salvara del enjuiciamiento, seguido de interrogatorio, tortura hasta que develara la ubicación del cuerpo y ulterior asesinato. Mi labor en el Plan A era decisoria.

El Plan A:


Mientras el viejo del gordo Medina me metía por un pasadizo en la cocina a la fiesta del bigote, un Chevrolet se estacionaba, justo debajo de la placa que marcaba la altura de la calle, e indicaba que estábamos en el mil novecientos setenta y algo. El Chevrolet esperaba un escape exitoso, con el General como cautivo, de eso se trataba el Plan A. Yo me había ofrecido a entrar allí, camuflado, infiltrado y dispuesto a convertirme en un mártir, solo para intentar secuestrar al General y averiguar porque habían profanado la sepultura de nuestra heroína nacional y adonde la habían escondido. Se trataba entonces de una redada silenciosa, sin patrullas, sin policías- porque eran del otro bando-, solo un perfecto impostor, o sea, yo.
Debía identificarlo y acercarme a él lo más posible, era famosa su simpatía por el pensador Friedrich Nietzsche, y sabíamos que le causaría una buena impresión mi bigote. Durante ese mes, estudié todo lo referente al pensador. Conocía datos exactos de su vida, de su obra y de sus amores y pasiones mundanas.
Una vez que me ganara su confianza, un mesero (el gordo Medina) llegaría hasta nosotros a ofrecernos una copa de champán, sabíamos que era su bebida favorita y que no se resistiría al ofrecimiento. Todas las copas de la bandeja del gordo Medina, estarían adulteradas con un fuerte somnífero de acción lenta que le provocaría al General un malestar y un posterior desmayo. El colorado Amaya – el otro de nuestro bando- tenía porte de alemán, tez blanca y pálida, le terminaban de adornar el rostro miles de pecas y andaba disfrazado de doctor, portando un bigote como de capitán de barco. El asunto del champán y del doctor infiltrado, estaban resueltos gracias a la influencia del viejo del gordo Medina y sus nexos cuarteleros. En el baño había un desagüe que comunicaba con la cocina y por allí sacaríamos al General. Pero para llegar a ese momento debíamos anular a su custodia personal con armas escondidas entre los carritos que recogían los platos sucios. Ese momento sería el más complicado, ya que un disparo haría entrar en pánico a todos los invitados, que si bien disfrutaban el sonido de guerra, lo preferían lejos de sus celebraciones y de sus pellejos.
Si el General caía en el Plan A, nada ni nadie podría evitarle su enjuiciamiento. Tampoco era viable un tipo de inteligencia militarizada en una situación tan extrema. Sabíamos que los cabos eran torpes y nuestros movimientos habían sido ensayados por meses.
Esa noche el General portaba su bigote postizo, al igual que todos los invitados, y se encontraba rodeado de alcahuetes y chupa medias. Eso imposibilitaba mi acercamiento y demoraba mi participación en el plan. Sabíamos que el General se iría luego de las once de la noche, era un hecho. Burlar a los lame botas que lo tenían rodeado se convirtió en un desafío prominente, había demasiada gente a su alrededor oyendo sus barrabasadas acerca de un piloto de helicóptero que había quedado viudo. Pobre tipo.
Faltaba solo una hora para las once y si el Plan A no funcionaba, entonces decidiríamos accionar el Plan B, que era mucho más arriesgado y nadie quería llevarlo a cabo porque era como dispararnos un mortero en la cara. No creí que llegaríamos a ese extremo, debíamos lograrlo con la idea del champán adulterado.
Mientras esperaba, varios me observaban, y yo no hablaba con nadie, incluso ya había tenido contacto visual con el General en varias oportunidades, a lo que tan solo pude asentir bajando el mentón, ante su insistente mirada. Me comencé a sentir aburrido y asustado, pero no arrepentido y decidí salir para reportar la situación a Alberto -mi espejo- para acomodarme el bigote y así fumar un cigarrillo, cuando de pronto vi a un contrarrevolucionario – según nuestro punto de vista nosotros éramos los revolucionarios, pero según el suyo, ellos estaban llevando a cabo la revolución- que se acercaba hasta mí en una bicicleta marca Bianchi –las conocía bien porque había tenido una herencia de mi abuelo-, color verde oliva, con un dínamo que colgaba encima de la llanta delantera y apuntaba hacia mi frente como un láser de historietas del espacio -también las había leído.
Apagué rápidamente los wokitokis y empecé a fumar con delatora ansiedad. Este cabo que montaba la bicicleta marca Bianchi llegó hasta mí, y no tardó en proponerme diálogo. Mientras yo fumaba y tocaba mi bigote corroborando la sujeción, el joven me hizo una venia y me pidió un cigarrillo, accedí inmediatamente y se lo entregué, él dejó en el piso su bicicleta marca Bianchi. Me puse mas tenso de como me encontró. Me volteé y pude ver a varios sujetos que me rodeaban: dos con uniforme militar y un mesero que había estado en la cena de la casa del viejo del gordo Medina, los tres portaban bigote.
- El General quiere hablar con usted Sr. Nietzsche– me dijo uno de ellos.
- ¿Y de qué quiere hablarme? – Indagué acomodando el bigote que ya no existía porque había caído en el barranco donde se alzaba el cuartel.
Los tres soldados me sujetaron de los brazos y comencé a forcejear pero fue en vano.
FIN DEL PLAN A


Un certero baldazo de agua helada me despertó del desmayo, estaba atado de pies y manos, y amordazado, me dolía mucho la cabeza. Pude ver mis wokitokis delante de mí, encima de una mesa y el resto de mis pertenencias, que no eran más que un paquete de cigarrillos. Los wokitokis estaban encendidos y decían: – Gerardo, cambio.- Y repetía –Gerardo, estas ahí, cambio. Carajo-.
Apareció el ciclista de la Bianchi verde oliva, y otros tres que me cacheteaban para despertarme, cuando una sombra conocida se presentó ante mí.
- ¿El colorado Amaya?- pensé-. - A él también lo agarraron-. Seguro pronto caerían el gordo Medina y su viejo. - ¿Qué había salido mal, quién nos delató? Seguramente fue el mesero- pensaba.
Los wokitokis seguían en buena frecuencia. - Gerardo Carajo, ¿Estás ahí? - Tratando de regresar en mí, pude ver algo de la habitación donde estábamos y en cerca del rincón distinguí una silueta. Era el viejo del gordo Medina que estaba en posición fetal, no sabía si estaba vivo o en que estado se encontraba, pero su filipina blanca dejaba entrever que estaba herido.
- ¿Por qué había sido necesario llegar a este extremo?¿Por qué no había funcionado el Plan A? Si ni siquiera lo habíamos puesto a prueba-. Pensé.
Justo encima de la puerta había una fotografía de nuestra heroína nacional, era tan bella y a la vez tan fuerte. Su mirada, sus palabras, sus actos y sentimiento de humanidad, nos habían inspirado a luchar por la patria y su tumba había sido profanada por estos bigotudos malparidos. Los odiaba.
La fotografía estaba enmarcada y un tanto torcida, tuve el deseo de pararme y corregir su horizonte, cuando de pronto la puerta se abrió y entró el gordo Medina a empujones. Detrás de él venían tres milicos y apareció el General con un wokitoki en su mano derecha.
Se paró a observarnos a todos con cara de superioridad y de perspicacia. Acomodó su tronco dorsal y estrujó sus dedos. Acercó el wokitoki a su boca y habló – Gerardo, carajo, Gerardo ¿Estás ahí?- y se echo a reír. Los ocho milicos se reían también y detrás de la puerta apareció Alberto haciendo una obediente venia a todos. - ¿Quién de ustedes es Gerardo, eh?- Preguntó el General.
Alberto me señaló y el General prosiguió. - ¿Usted es el pelotudo que me iba a secuestrar?- Y se reía mirándonos a todos. - ¿Y pensaron que iban a dar un golpe de estado con una copa de champán adulterada? Por favor-. Se acercó al viejo del gordo Medina y con el pie lo volteó.
Alberto me veía con cara de evidente traición. Yo no entendía porqué habíamos llegado a ese extremo. Pero no temía al dolor, y mucho menos a si las cosas empeoraban. La fotografía de encima de la puerta me veía y me daba fuerzas, mientras el General merodeaba a cada uno de nosotros, como una mosca inquieta.
- ¿Quién quiere ser enjuiciado primero? - preguntó, y yo inmediatamente lo asalté.
- Usted no tiene virtud para enjuiciar a nadie- Le dije.
Mientras intercambiábamos discurso, pensé en mi escape, siempre es bueno buscar esperanza donde no la hay, y recordé que me había enrolado en el movimiento popular por convicción. Pensé en mis hijas, Malvina y Victoria, que dormían en casa, seguramente Ana (mi esposa) me esperaba junto a la chimenea. El último año había sido demasiado complicado, pero eran tiempos de quilombos políticos y ellas debían entender todos los posibles desenlaces, que sin importar cual fuera, a la mañana siguiente se irían del país en un buque, para luego tomar un avión hacia España.

- ¿Y a ustedes quien les da facultad para secuestrarme y enjuiciarme, a mí?- me atracó el General.
- El pueblo- le contesté, - y la justicia por una tumba profanada, díganos ¿Dónde está su cuerpo?, y luego enjuícienos, no nos perdone la vida, no lo merecemos, solo díganos donde se llevaron su cuerpo-. El general se echó a reír al tiempo que encendía un “Nobleza”.
- Ustedes son de esa especie de moralistas, soñadores que se llevan las verdades a sus tumbas con una sonrisa en la jeta. ¿No? No los entiendo. Solitos llegaron a meterse a la boca del lobo, entre ustedes no hay honor, ustedes mismos se traicionaron-.
Le golpeaba el pecho a Alberto demostrando lealtad, yo no entendía que pensaba Alberto, era evidente que la traición no le sentaba bien. Pero no podía hacer nada. El General miró su reloj, yo pensaba en Malvina, en Victoria y en Ana, que seguramente esperaban verme en algunas horas, para abordar el buque y luego un avión a España. - Bueno, muchachos terminemos con esto. Ya casi son las once y debo irme-. Sacó su arma y apuntó a la cabeza del colorado Amaya y lo remató de un certero disparo en la nuca. Pude ver que Alberto no lo quiso presenciar.
Debía interceder y le hablé mientras apuntaba a la cabeza del viejo del gordo Medina.
- Dígame General, ¿es más grande su orgullo, su lealtad o su voluntad?-. Me miró con cara de sorpresa y me contestó.
- Solo deme un minutito, mato a este y te contesto-. Y le disparó al viejo del gordo que estaba de espaldas. - A vos te voy a dejar para el final, para contestarte esa pregunta, y ¿Sabes por qué? Porque todavía no sé la respuesta.
Cargó otra vez la pistola y le apuntó al gordo Medina que estaba atado atrás mío, yo le seguía hablando. - General, escúcheme, no nos mate todavía, díganos ¿Donde está, donde se la llevaron?- Y disparó en la frente del gordo Medina.
Los ocho milicos que lo acompañaba tosían por el humo de los disparos y esquivaban con las botas la sangre que escurrían los cuerpos del gordo, de su viejo y del colorado. Solo faltaba yo, y el General seguía ensuciándose las manos, la reputación y salpicaba su “Nobleza”.
- ¿Sabe algo pibe? Es la primera vez que mato de mano propia. Lo creas que esto me agrada, para nada. Pero cuando llegó Alberto a contarme de su Plan A, me dio tanta risa, tanta risa que quería hacerlo yo mismo, porque esto me da la pauta de que estamos haciendo lo correcto. La contrarrevolución de ustedes está fermentada en traición, ustedes no tienen ideales, ni tampoco son fieles a su causa-.
Alberto se tomaba el rostro, yo no quería pensar en mis hijas y en mi esposa, quienes estaba muy cerca de no volver a verme. Y tan pronto acabó le dije – ¿Me va a contestar la pregunta?-
Y me contestó – Seguro cabo, antes de terminar con su sufrimiento, le daré la respuesta que necesita oír: en mi grandeza la virtud que más se destaca es el orgullo, prefiero llamarlo ego-.
- Esa no es la pregunta a la que me refería sino a la otra ¿Dónde está el cuerpo?, antes de matarme, déjeme llevarme esa verdad. Regálemela.
- No puedo por un código de lealtad, no la diría ni aunque me estuvieran retorciendo del dolor.- me dijo y estaba muy seguro de lo que decía, yo hubiera resistido el mismo dolor solo por saberlo, y lo estaba demostrando porque los ocho cada vez que podían me golpeaban.
-¿Sabe qué creo?- escupiendo sangre- que usted no sabe dónde está. Usted solo lo hizo porque se lo pidieron y la entregó.- Crea lo que quiera- me dijo y continuó apuntándome a la cabeza. Alberto quitó la mirada, halo el arma y habló.
- PUM- dijo, lo miró a Alberto y a los ocho – Váyanse todos, déjenme solo con este curioso que quiere verdades en su tumba, pero antes revisen que no tenga micrófonos ni truquitos escondidos y llévense los cadáveres también.
La fotografía de la heroína me veía y la verdad estaba cerca. Los ocho le obedecieron, me registraron y se llevaron los cuerpos. Alberto fue el último en llegar hasta mí, me miraba intentando compartir mi dolor, pero su traición no se lo permitía, entonces me dio una dura palmada en la espalda antes de irse, yo le escupí sus botas. La puerta se cerró. Eran las diez y cincuenta y nueve y el General caminaba hacia mí.
- Bueno, cabo, en exactamente un minuto, habrá una lluvia de fuegos artificiales en mi honor, después de eso me iré, al igual que se va a ir usted, a juntarse con su heroína, traidora del gobierno, que intentó desestabilizar el orden normal de la política nacional. ¿Sabe por qué le tenemos ahí? Para recordar hacer lo correcto, ¿Quiere la verdad? Llévesela.
Se acercó a mi oído y con su mano derecha me apuntó en el parietal para develarme la verdad un instante antes de matarme y lo hizo. Me indicó el lugar exacto donde habían llevado su cuerpo – El cuerpo está en la Ermita Santa Eulogia, pero usted nunca pondrá un pie allí-. murmuró y mencionó también la participación de otros gobiernos. Mientras oía sus palabras, cerré los ojos feliz de saber la verdad, esperando el estallido del disparo y de los fuegos artificiales. El General comenzó a deslizar su dedo en el gatillo, esperando el estallido de las once y de repente - PUM- el disparo llegó unos segundos antes de lo previsto. Tomé el arma que Alberto había colocado en mi espalda justo antes de desatarme y le volé los sesos al General.
Mientras tanto los fuegos se multiplicaban, y Alberto tomaba un arma del carrito que llevaba los platos sucios - empujado por el pasillo por el mesero. Juntos desparramaban disparos en las cabezas de los ocho milicos y abrían la puerta para liberarme por completo. El Plan B había funcionado a la perfección. Eran las once en punto y todos en la fiesta aplaudían el espectáculo en el cielo, y no tardarían en notar la ausencia del General.
Esa noche no logramos desestabilizar el gobierno, era imposible, tampoco a la mañana siguiente, había que esperar varias décadas y debimos exiliarnos, pero antes recuperamos el cuerpo de la heroína.
Pero ese rescate en la Ermita de Santa Eulogia fue otra historia y no ésta.

No hay comentarios: