martes, 19 de abril de 2011

"factor T"

“Anochecía. Parpadeaban las primeras estrellas mientras yo continuaba allí sentado, esperando que ocurriera lo que tanto tiempo había deseado. Se levantó una brisa agradable y fresca. […].”

Semejante al efecto de una ola de mar acercándose a la costa, o a ese instante previo a la inocente tormenta que solo quiere soplar, así imaginaba esa brisa descrita por este genial dramaturgo. Pero su idea era, justamente, lo que habíamos destruido.

Hasta que por fin la luna se dejaba notar a la distancia, y aparecía una fantasía, la de una dulce mujer seducida y a punto de entregarse a este caballero que la esperaba sentado, y la piropeaba, para más tarde desvestirla.

La nave había partido a la hora menos pensada. Todos oían en sus aparatos musicales la cuenta regresiva del despegue, al tiempo que estos dos amantes se abrazaban desnudos, sintiendo la piel del otro y las estrellas dejaban de parpadear, porque se desarticulaban con las pronunciadas curvas de un recorrido vertical ascendente. Mientras el tren atravesaba una pradera privada de luminosidad, las dos historias se entrelazaban, lo que leía con lo que ocurría a mi alrededor.

Esta nave me (nos) desterraba hacia un espacio sideral y en línea horizontal continuaba leyendo lo que aquel genial dramaturgo había imaginado: Dos amantes se desnudarían en un tren en tránsito de estaciones, rozando la tierra con chispazos sigilosamente impredecibles.

Cerré por un momento el libro, solo para curiosear y lograr entender algo de mi entorno. Me quité el holograma que me mantenía comunicado con una proyección unipersonal del pasado. Es que durante el reclutamiento, el doctor Fredersen nos había realizado entrevistas a las que podíamos acceder escaneando la retícula y estaban compaginadas de tal manera, que nos permitía conversar con nosotros mismos -pero en ese momento no eran necesarias-. Entonces me quité el holograma y me reincorporé girando en el aire, dando saltos impresionantes y haciendo firuletes como un delfín, sabía de ellos por algunos videos ilegales que circulaban en el sistema. Estaba prohibido preguntar sobre ciertas especies animales y el vocablo delfín entraba en el extenso listado –digo vocablo porque la representación ya no existía.

Programé entonces mi aparato musical y mientras flotaba por la inexistencia del efecto G (como un delfín), fui en busca de un chip receptor. Necesitaba algo de distracción. Me sentía muy extraño por la lectura, mis ojos no estaban habituados a hilar emociones representadas en símbolos. La mayoría de nosotros había perdido esa capacidad, quizás por la abolición de la comunicación verbal, que no estaba prohibida, pero sí obsoleta. Seguramente todo esto quedaría registrado por el doctor Fredersen y querría compartirlo con migo o con sigo mismo. Sentía que esta conversación ya la habíamos mantenido.

La música y el chip receptor me ayudaron a olvidar a esa pareja de enamorados que viajaba entre estaciones, infinitos y desnudos, vírgenes el uno del otro, pero mutuamente arrugados. El libro flotaba en la cabina y las palabras comenzaron a escaparse como colibríes – ellos estaban aún más prohibidos que los delfines. Mis manos intentaban atraparlas, pero se escabullían, se estiraban y se enredaban, queriendo escapar de mi capacidad de retenerlas. El libro flotaba por la inexistencia del efecto G, y la nave pasaba cerca de la luna. A través de la gran ventana de mi cabina pude verla, era inmensa, radiante, pero estaba herida y a punto de resquebrajarse por la inexistencia del factor T. Mientras tanto, en el libro, la luna se dejaba ver pequeña, diminuta, ínfima y pasaba desapercibida en la ventana empañada de aquel tren que el dramaturgo imaginó, con dos amantes que quizás nunca existieron, atravesando praderas privadas que ya no existen.

Aquel día, despegamos por última vez, llevándonos en cajitas encriptadas toda la información que supimos extraer del factor T, y la alojamos en inútiles hologramas a los que poca brisa agradable y fresca les cabe.

No hay comentarios: